viernes, 28 de agosto de 2015

SOY MUJER Y NO QUIERO NI CASARME NI HIJOS…¿Y QUÉ?





Quizás en la antigüedad una confesión tan contundente como esta derivaba en la conclusión que la persona quería ser religiosa. De hecho, tanto en hombres como mujeres la manifestación del deseo de permanecer soltero y sin hijos conlleva el sarcasmo interrogativo: “entonces ¿quedarás para vestir santos?

El cristianismo nos ofrece respuestas existenciales para vivir la vida funcionalmente, todas ellas  con el hermoso fin de complacer la voluntad de Dios. Lo que se espera de esa respuesta nuestra es que esté lejos de egoísmo, sino que, a ejemplo de Cristo, esté entregada al amor, al servicio y a la fidelidad.

La vida centrada en nosotros mismos no da espacio a la expresión del amor de Dios, que tiene mayor presencia de dos formas: en la procreación de vida o en la renuncia de sí mismo.

La procreación de vida, fruto de la familia, del sacramento matrimonial, colabora con Dios en la transmisión de la vida. Al vivirse el sacramento permitimos a Dios ser parte esencial de nuestra unión y sus frutos, con su bendición y auxilio.

Por su parte la renuncia de sí mismo entrega todo nuestro ser al servicio del amor en sí mismo que es Cristo, y hace culmen en la expresión de Pablo cuando señaló: “Con Cristo he sido crucificado, y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gálatas 2,20)  

Aunque a simple vista pareciera que el desprendimiento de los compromisos sacramentales, como el matrimonio, y la no tenencia de hijos, fuesen una liberación a una esclavitud social, cultural y hasta religiosa,  lo cierto es que la ausencia de compromisos en torno a la vida y el servicio, nos dejan muy expuestos a la esclavitud de placeres desordenados, a la esterilidad y el vacío existencial y por sobre toda las cosas, es un alto grado de egoísmo para con el Creador, que nos dota de dones y gracias especiales, comenzando por el don más preciado que es la vida.

Muchos se preguntarán ¿qué ocurre con esas parejas que no pueden naturalmente concebir hijos y lo desean?, Para estas parejas que viven esta situación, sin duda no deseada, también hay una invitación. Porque el matrimonio, aunque esté llamado principalmente a la procreación, también nos llama a ser unos en el amor y santificarnos mutuamente. Por ello, una vida cercana a oración, a la caridad, al perdón y al servicio también se puede vivir hermosamente desde el matrimonio, juntos, con alegría.

¿Y quien desea simplemente vivir solo? Particularmente pienso que de todas las decisiones existenciales esta es la más compleja. No es condenable pero sí es un riesgo para la virtud, los buenos hábitos y la moral. Porque una persona en soledad, desde el mensaje de Cristo, debe vivir en castidad. Por ello, la vida de laicos consagrados, que existe y es un testimonio de vida hermoso, no está llamada a la soledad absoluta sino a vivir en comunidad religiosa, donde se alimente la oración y las virtudes espirituales crezcan.

Finalmente es importante recordar que los años pasan, que no siempre seremos jóvenes y vigorosos. Y que la vida es un crecimiento vocacional en la cual los sacramentos bridan caminos para llegar al camino, dan respuestas existenciales y nos hacen útiles a la hora de que, llegada la muerte, llegue el dueño de nuestras vidas y nos pida cuentas de lo que nos dio. Ahí, como en la parábola de los talentos (Mateo 25,14-30), podremos explicar con orgullo cómo enriquecimos esos dones con vida, con servicio, con entrega, con evangelización, con amor ó sentiremos la vergüenza de tener que decirle al inversionista de la vida que solo vivimos para nosotros, encerrados en nuestros placeres y por ello enterramos sus dones. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.

Lic. Luis Tarrazzi

martes, 25 de agosto de 2015

LAS TRES HERIDAS DE LA CARIDAD





La caridad es un fruto del amor. Aunque no siempre se practique con honestidad porque estemos cargados de interés, de necesidad de reconocimiento o de la búsqueda de un beneficio a futuro (como la reducción de impuestos), la caridad es una hermosa expresión del amor. San Pedro refiere sobre el ejercicio de la caridad, que a su vez es la práctica del amor mismo, lo siguiente: “ámense los unos a los otros profundamente, porque el amor cubre multitud de pecados”. (1Pedro 4,8); así la caridad en el ejercicio puro del amor, es una fuente de perdón, nos hace más cercanos del Padre y dignos discípulos del Hijo por la acción directa del Espíritu Santo.

Pero la caridad debe tener tres características principales: debe herir el bolsillo, debe ocupar tiempo y debe sustituir placeres. O sea, caridad sin sacrificio dista mucho de ser caridad.  Decía la beata Teresa de Calcuta que el amor debe doler: “Debemos crecer en el amor y, para ello, hay que amar constantemente, y dar y seguir dando hasta que nos duela... Hacer cosas ordinarias con un amor extraordinario. Este dar hasta que duela, ese sacrificio, es lo que llamo amor en acción” (Beata Teresa de Calcuta). Analicemos un poco cada característica que describo:

Herir el bolsillo
Cuenta el evangelio de una viuda que un día dio solo dos monedas como ofrenda al templo y Jesús al verla dijo: “De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (Marcos 12,41-44). Mucho debemos reconocer que la mayoría de nosotros damos de lo que nos sobra. Sea comida, ropa o dinero, procuramos no poner en peligro las arcas familiares por asistir al necesitado. Y es que un paso tan sacrificado como el de aquella viuda requiere una entrega total a la providencia de Dios. Jesús muchas, muchísimas veces nos invitó a confiar en el Padre, no en una suerte de pasividad o pereza laboral, pero sí en una decisión de saber que aquel que nos creó y ama jamás nos abandonará y que quiere que seamos instrumentos de su amor al hacerlo sentir en el necesitado, en el que sufre, en el que está solo, enfermo o abatido. Jesús nos dice: “Por eso les digo, no se preocupen por su vida, qué comerán o qué beberán; ni por su cuerpo, qué vestirán. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que la ropa?  Miren las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y sin embargo, el Padre celestial las alimenta. ¿No son ustedes de mucho más valor que ellas?  ¿Quién de ustedes, por ansioso que esté, puede añadir una hora al curso de su vida?  Y por la ropa, ¿por qué se preocupan? Observen cómo crecen los lirios del campo; no trabajan, ni hilan. Pero les digo que ni Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos. Y si Dios así viste la hierba del campo, que hoy es y mañana es echada al horno, ¿no hará El mucho más por ustedes, hombres de poca fe?” (Mateo 6,25-30). Pero el análisis va más allá, no solo se concentra en el desprendimiento sino en la no adquisición de cosas que no necesitamos, lo cual podría hacer que contemos también con más recursos para la caridad. Tener muchos pares de zapatos, mucha ropa, muchos  teléfonos, muchos bienes, muchos carros, ¿no tendrá esto también que ver con herir el orgullo del bolsillo, con ese poder de adquisición que nos da el dinero? Por eso el bolsillo es la primera víctima de la caridad cuando el dinero es un ídolo para nuestras vidas.

Ocupar tiempo
¿Damos a Dios tiempo productivo o el tiempo que nos sobra? El evangelio nos recuerda una invitación que Jesús hace a una persona, la cual está reseñada en el evangelio de Lucas así: “Sígueme. Pero él dijo: Señor, permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre. Mas El le dijo: Deja que los muertos entierren a sus muertos; pero tú, ve y anuncia por todas partes el reino de Dios” (Lucas 9,59-60). Para Jesús la conversión es un asunto radical, seguirle no deja tiempo para algo diferente a la adoración, servicio y penitencia. En la radicalidad de Jesús no se excluye el amor a la familia, entre esposos, a los hijos, al prójimo, al contrario, se maximiza, pero centrado en Dios, que motiva a la santidad, que cultiva los valores más nobles y puros, pero sin omitir la empatía con el prójimo, su dolor, su necesidad, así como la parábola del buen samaritano (Lucas 10,25-37) que atiende, acompaña, costea y delega amor.

Sustituir placeres
Finalmente la caridad no implica hacer lo que nos gusta, no siempre lleva de la mano esa expresión: “Es que a mí me encanta ayudar”. ¡Cuidado con lo que nos encanta!, Dios no siempre está ahí, a veces solo estamos nosotros. San Pablo decía: “hago lo que no quiero, ya no obro yo, sino el mal que mora en mí” (Romanos 7,20) y esto expresa la viva realidad de esa necesidad de negarnos a nosotros mismos, tomar la cruz y seguir a Jesús (Marcos 8,34). La doctora Santa Catalina de Siena decía: “Somos nada con pecado”, una frase que le escuché decir al sacerdote dominico Nelson Medina. Y ¿no es cierta esta frase?, no podemos explicar nuestra existencia, todo, absolutamente todo es regalo de Dios. El aire que respiramos, la comida que comemos, el cuerpo que poseemos, nuestra alma. Lo único dejado a nuestra disposición es la voluntad, lo cual nos hace libres de decidir.

Los placeres que debemos renunciar en torno a la caridad es la publicidad de lo que hacemos, la necesidad de ser reconocidos, la exigencia de gratitud, la certeza de que somos indispensables y la más grave de todas ocultar la luz de Cristo para solo brillar nosotros.  

Así, la caridad no es un asunto solo de práctica, porque los malos también saben ser buenos con los suyos. La caridad es una asunto de ponerse a disposición del amor de Dios y que este obre en nosotros según su voluntad. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.

Lic. Luis Tarrazzi

domingo, 23 de agosto de 2015

TRANSFIGURADO Y DESFIGURADO





Uno de los primeros temas de discusión en la naciente Iglesia Católica fue el que derivó en el dogma de la naturaleza humana y divina de Cristo (Concilio de Calcedonia 451), lo cual es importante recordar y mantener vigente a la hora de catequizar.  

La enseñanza sobre Jesús no está llamada a excluir nada, los milagros y los azotes, sus enseñanzas y la coronación de espinas, su resurrección y su cruz, todas son importantes, relevantes, tanto así como relevante e indiscutible es enseñar sobre su naturaleza humana y divina.

La primera escena que comentaré la narran tres evangelistas, Mateo (17), Marcos (9) y Lucas (9) y es la transfiguración que presenta Jesús a sus discípulos previa a la resurrección. Jesús se transfigura “y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz” Ahí el recuerdo de Jesús siendo uno con el Padre da una importante motivación a estos tres pilares de la Iglesia, Pedro, Santiago y Juan, pero sin duda no los prepara para el momento de la cruz, donde señala el evangelio que en Getsemaní todos huyeron y en ese instante lo dejaron solo. ¿No nos pasa esto a nosotros?, cuando estamos en fase extraordinaria de cantos, sanaciones y paz Jesús se nos presenta atractivo pero cuando llega el momento de ver el rostro amargo de Jesús, que nos recuerda nuestras culpas y pecados, ahí Jesús se nos hace incómodo y molesto, y queremos que su magisterio y doctrina, recogida en la Iglesia, cambie para no sentirnos mal.

Sin embargo la pasión y muerte de Jesús es la otra cara de esa misma moneda, porque en ella y solo en ella se materializan esas palabras de Jesús que decían: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Juan 15,13) y ese lado del sufrimiento de Jesús, que había profetizado magistralmente Isaías y que quedó grabado en el capítulo 53 de su libro, es fundamental para entender que no hay camino al cielo sin cruz y no hay eficacia en la cruz sin conversión, una conversión que exige una necesaria e irreversible ruptura con nuestros ídolos presentes y un compromiso con el Señor hasta la muerte.

Jesús en la transfiguración nos mostró su rostro glorioso, de suprema santidad, inclusive es una confirmación de la eternidad y la llegada del reino de Dios entre nosotros, pero en la cruz también nos muestra un rostro, un rostro que refleja nuestras culpas pero que expresa el  amor de Dios por nosotros, que de hecho no nos abre pasivos porque pagó nuestras deudas, pero sí pide una cosa, la adhesión plena de nuestra voluntad para aceptar a Jesús como único salvador, ese que cargó el peso de nuestras culpas sin nosotros merecerlo, al que Dios Padre entregó y se hizo pecado sin haber pecado, que hicimos culpable sin haber cometido jamás un delito.

Jesús nos reabrió las puertas del cielo, cerradas desde el pecado original. Y Jesús quiere no solo que veamos su corazón infinitamente misericordioso sino también sus manos y pies clavados y su costado abierto, con un cuerpo que por completo fue golpeado, flagelado y escupido. Cualquier resistencia de aceptar la doctrina que expresa su voluntad sobre la moral es un desprecio a su sacrificio, cualquier insinuación de que los dogmas rígidos no van acorde a nuestros tiempos le da caducidad al sacrificio de la cruz, el cual por cierto llevó en su madera los pecados pasados, presentes y futuros, porque el tecnicismo de pensar que lo que no aparece condenado en la biblia no es pecado da un atrevido carácter de ingenuidad al Espíritu Santo que sigue inspirando maneras de entender en mensaje del Padre, expresado en la palabra de Jesús y que siempre se sintetiza en respetar la vida en todas sus etapas, la moral sexual, el matrimonio, la sagrada comunión en gracia, el necesario arrepentimiento de nuestros pecados con el sacramento de la reconciliación y la aspiración existencial de todo creyente en Jesús de buscar las cosas de arriba, el cielo y la santidad. Al final debemos recordar que la última voluntad de Jesús, antes de su ascensión, fue: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16,15), lo cual implica que demos a conocer el rostro del transfigurado y del desfigurado, custodiar la integridad del mensaje y procurar la salvación de todos, incluyendo la nuestra. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.

Lic. Luis Tarrazzi


jueves, 20 de agosto de 2015

5 ACTITUDES QUE AYUDAN A LOS DIVORCIADOS VUELTOS A CASAR PARA VIVIR CON AMOR LA FE CATÓLICA




Para hablar de este tema parto de una premisa que pienso es fundamental: <tras un divorcio siempre hay heridas emocionales, hay un fracaso y sobre todo la ruptura de una promesa que, teniendo las causas que tengan, se asumió ante Dios sería para toda la vida>.

El sacerdote en la celebración de este sacramento pregunta a cada contrayente si están ahí por libre decisión. Luego pronuncia estas palabras: “lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” y todo esto es acompañado por aplausos y gritos de alegría que exclaman a una voz: ¡qué vivan los novios”!

¿Por qué hago mención de todo esto?, porque no es la Iglesia la culpable de que el matrimonio fracase o se termine, ya que en ella las reglas del juego siempre están claras y abiertas al público. En este contrato no hay letras pequeñas, no se imponen parejas (como en otros credos), sino que la conciencia de los novios conoce lo que va detrás de asumir esta vocación de vida llamada matrimonio, o por lo menos eso se espera.

No por ello la Iglesia es ajena a la realidad creciente de que muchos matrimonios en todo el mundo están fracasando o, del otro lado del río, muchos ya no quieren ni siquiera casarse y optan por una vida de concubinato llegando a lo sumo a la unión civil. Esta crisis ha hecho que algunos laicos y consagrados, en un ejercicio de querer mantener a la Iglesia en la aceptación de los colectivos, hayan optado o están aspirando que las normas entorno al matrimonio, y en especial a la condición que acompaña a los divorciados vueltos a casar, cambie y se les permita, entre otras cosas comulgar. Por cierto llama la atención como muchos claman el derecho a comulgar y poquísimos el derecho a confesarse.

Cambiar esta norma implica borrar del canon, del catecismo y del evangelio (por citar tres fuentes) los argumentos que sustentan este mandato. El canon establece que:

«No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o de la declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (Canon 9,15)

Por su parte el catecismo señala:

“El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería un matrimonio indisoluble, y deroga la tolerancia que se había introducido en la ley antigua”. (Catecismo 2382)

Y finalmente la fuente de las fuentes, el evangelio, nos dice de boca de Jesús:

“Todo el que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la que está divorciada del marido, comete adulterio” (Lucas 16,18)

Partiendo de esta importante aclaratoria para entender la base de esta doctrina expongo ahora las que he numerado como cinco  actitudes que pienso deben acompañar a los que viven esta condición:

Primera actitud: La Iglesia es tu amiga

Todos los ataques que leo en torno a la doctrina de los divorciados son dirigidos a la Iglesia. Se piensa que la Iglesia es la culpable de que muchas personas “buenas” que tienen el “derecho” a rehacer sus vidas tras un fracaso matrimonial se alejen de la fe por la dolorosa prohibición de alejarlos de la comunión. Creer esto es una actitud dañina que además encapsula la condición que dificulta superar la condición o corregirla, siendo que la Iglesia ofrece las vías para lograrlo. Por ejemplo: ¿Sabías que tu primer matrimonio puede ser declarado nulo por la Iglesia ante un tribunal eclesiástico? La Iglesia no divorcia y jamás lo hará, pero sí puede estudiar, mediante un minucioso y largo análisis, las causas que llevaron a esos esposos a casarse sacramentalmente y si dentro de esas causas se encuentra evidencia de vicio, inmadurez o coacción, entre otros elementos, tu matrimonio primario ya no existiría, de origen, y quedarías nuevamente habilitado para contraer matrimonio sacramental.

Segunda actitud: La rebeldía es mala consejera

Hay personas que dicen: “Yo sí comulgo porque Dios me ama y a mí nadie me va a prohibir comulgar”. Es verdad que Dios nos ama y nada puede hacer que ese amor sea mayor o menor. Pero el amor no es sinónimo de abusos o consentimiento de males, porque Dios corrige a los que ama (Hebreos 12,6). Dios nos habla principalmente a través de la Iglesia y jamás nos dará un mensaje en privado que afecte lo que ha dejado público y que  depositó en el arca de la verdad, que es la Iglesia. Acá debemos reconocer con humildad que somos pecadores, no solo por esta condición en particular, sino por los múltiples pecados de cometemos de pensamiento, palabra, obra y omisión (Yo confieso…). Así evitemos caer en una fe basada en nuestras propias creencias, viciadas por las experiencias de mundo y por una falsa condolencia o empatía con el que sufre, porque primero que nuestro sufrimiento estuvo el de Cristo que se hizo hombre para que escucháramos su voz, porque “todo el que es de la verdad escucha su voz”. (Juan 18,37).

Tercera actitud: El pecado tiene que doler

Es peligroso acostumbrarnos a vivir con un pecado donde inclusive nos podamos llegar sentir cómodos con él. Al igual que el que  practica la idolatría, la mentira, la infidelidad, el asesinato, la envidia, en los divorciados vueltos a casar debe haber una exclamación diaria a Dios que les ayude a regularizar su condición irregular. El reconocimiento de la culpa, que hizo grande por ejemplo a David y que expresa el Salmo 51(50), da ejemplo de ello:

“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; Conforme a la multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, Y límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, Y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, Y he hecho lo malo delante de tus ojos”

{Ó las lágrimas “amargas” que expulsó Pedro de sus ojos cuando tuvo conciencia del pecado tan cruel de negar a Jesús tres veces.

Cuarta actitud: evitar los reforzadores negativos

Rodearse de personas que apoyan a los que viven en esta condición, que comparten la misma situación y que por ende les llevan a concluir que “no hay nada malo en vivir así” es un pecado de pereza espiritual y de soberbia intelectual. Porque la santidad, a la que debemos aspirar todos, es un tema de perfección que se construye sobre la base de sacrificios, de conversión y de coherencia. La sangre de los mártires aportó y aporta el sacrificio que ha sostenido estas verdades por siglos. Por otra parte no hay conversión sin ruptura y esa ruptura parte del hecho de dejar de vivir para el mundo o para nuestras complacencias viviendo para Cristo y su reino y, finalmente, la coherencia, que le ha permitido a la Iglesia sostenerse en el tiempo basado en una verdad que no cambia y que es eterna.

Quinta actitud: El deseo de superar el pecado

Si comprendemos que la condición irregular es un pecado que nos aleja de la gracia, no del amor de Dios, y deseamos amar a Jesús con “todo el corazón, con toda el alma y con toda nuestras fuerzas” (Deuteronomio 6,5) debemos partir del hecho de que somos nosotros los que debemos empezar a caminar de regreso a la casa de Dios, no pedirle a Dios que se venga a nuestra condición. Ese razonamiento lo vivió en carne propia el hijo pródigo (Lucas 15, 11-32) que debió caminar de regreso a la casa de su Padre, pasar penurias, perderlo todo y al final se consigo a un hombre mayor que le recibe con los brazos abiertos y le abraza, como desea abrazarte Dios a ti y a mí, por toda la eternidad.

Solo concluiría diciéndote: “Haz la prueba y verás que bueno es el Señor” (Salmo 33), porque la peor diligencia en torno a la gracia es la que no se hace. La Iglesia no cambiará por ti o por mí para adaptarse a nuestras culpas y pecados, porque ya hubo uno que sacrificó todo por ella y que “nos amó hasta el extremo”. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.

Lic. Luis Tarrazzi