Recientemente han publicado, EN
ESPAÑOL, el Instrumentum Laboris del Sínodo de la Familia, entiéndase una
guía o reflexión preparatoria para el próximo sínodo Ordinario que se llevará a cabo este año 2015, en el mes de octubre, y que
levantó muchos comentarios en torno a la comunión
de los divorciados y la de los homosexuales practicantes, por el quizás sorpresivo apoyo
de algunos pocos obispos y con un
rechazo muy claro y bien argumentado de otros.
Leyendo este instrumento de
trabajo, que en cierta forma enmarca las ideas centrales de la Iglesia en torno
a la familia y su visión, de siglos, vinculada a la verdad relevada por Jesús,
noto que la gran exhortación que deriva de estas reflexiones gira en torno al
laicado, no al episcopado. Y es lógico que sea así. No es la Iglesia la que se
ha torcido en su camino, es el mundo laico, el mundo que compartimos tu y yo en
nuestro día a día, en las calles, en nuestros trabajos, en nuestros valores
culturales y sociales, en nuestras políticas y políticos, en nuestras leyes,
jueces y justicia; donde se nota la marcada separación entre Dios y nuestros
intereses humanos.
La fuerte presión que el mundo no
cristiano ejerce sobre la Iglesia, exponiéndola como un lunar en un mundo
colorido y abierto a todo es lo que probablemente ha hecho ceder a pocos obispos en
una batalla que parece francamente perdida ("si no puedes contra ellos úneteles"). El avance de la legalización del
aborto, matrimonios homosexuales y la eutanasia, es evidente. Ha tomado un
impulso al parecer indetenible. Y hoy la Iglesia, ante una reducción
considerable de la fe cristiana, si la evaluamos objetivamente desde la
práctica íntegra de sus sacramentos por parte de su feligresía, se ve en crisis.
Hemos querido, cómodamente los
laicos, atribuir la culpa de esto al clero y a su vez exigimos la solución de esto también a ellos. Hoy la consigna pareciera ser: “O la Iglesia se adapta o
terminará por fracasar” Y puede ser que la Iglesia permanezca firme hasta al
final como lo prometió Cristo, pero ¿cuántas llegarán firmes con ella hasta ese
final?
La culpa siempre ha sido de los
laicos. Nosotros hemos entregado todos los espacios sociales a la nada. No
tenemos políticos que nos representen, médicos que nos representen, abogados,
jueces, policías, militares, etc. Y como señaló recientemente el Padre Raúl Hasbun
en su serie Dilexit Ecclesiam: todos los espacios que cedemos el demonio
prestamente los asume.
La falta de interés de la familia
cristiana en la integración total de Dios, doctrinal, en valores formativos y
de convivencia, es lo que ha permitido esta marcada pretensión de contaminación
de la verdad, y digo pretensión porque la verdad, por sabia disposición de Dios
Padre, está en formato PDF para los hombres, la podemos leer pero no alterar,
podremos inventar sofismas en torno a ella, pero la original jamás cambiará ("Porque en verdad os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, no se
perderá ni la letra más pequeña ni una tilde de la ley hasta que toda
se cumpla. Mateo 5,18).
El reto verdadero del clero es
permanecer firmes en la lucha, aguantar, soportar, pero el reto mayor es de los
laicos, que debemos transformar, luchar y recuperar los espacios cedidos por
nuestra apatía, comodidad y conformismo. Reconozcamos la muy mediocre pastoral
familiar que hoy no alcanza sino a atender crisis pero no evangeliza con
contundencia. Reconozcamos la pésima formación cristiana que tenemos muchos que
presumimos catequizar comunidades. Reconozcamos el poco peso que tienen las
enseñanzas cristianas en nuestras vidas como laicos (abstinencia, castidad,
fertilidad, matrimonios, sacramentos, etc).
Aunque esto que diré me ha traído
arduos debates en contra, la misma fe popular, estancada y sin acompañamiento a
una fe más madura, (ejemplo, la sabia expresión que dice: “No todo México será
católico pero todo México sí es Guadalupano”) dice mucho de estos dilemas donde
lo cultural pasa a ser lo sagrado y lo sagrado algo prescindible.
Pocas veces en un artículo yo
culmino sin una idea clara en el mensaje, sin una solución o una posición
directa, explícita. Pero aquí ¿qué podríamos decir? La respuesta la podría dar
yo desde mi propia vida como laico. Muchos esfuerzos hice,
por más de 15 años, para transmitir el mensaje de Jesús. De esos años hubo mucho
de mi ego, de mis juicios, de mi antipatía ante quienes, a voluntad o por
traición, se le develaron sus culpas más escandalosas logrando las mías pasar
inadvertidas. Me mantuve en un oleaje espiritual donde prefería saltar del
barco y quedarme tranquilito en mi puerto de seguridades. Vi personas sufrir y
también, muy probablemente, hice a personas sufrir. Omití, ¡vaya que omití
cosas! Y lo más triste es que en mi vida actual, muchas de esas cosas siguen
acompañándome y por ende hiriendo a la verdad que llevó a la Cruz a mi
Salvador.
Nuestra fe se marchita en el mundo porque dejamos de regarla o
aprendimos que las flores artificiales eran más rentables que las naturales,
aunque no olieran a nada. Si muriera hoy no creo podría decir como San Pablo: “He
peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe” (2Timoteo 4,7). Y es por eso que dentro de esa
culpa, el objetivo sería no mirar hacia afuera sino hacia dentro, porque a la
Iglesia que hoy decimos amar y defender probablemente, como laicos, hace tiempo
la dejamos peleando sola. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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