Las noticias de tragedias aéreas
siempre nos arrugan el corazón. Los accidentes aéreos, cuando ocurren, suelen
ser letales; gracias a Dios poco probables, pero tristemente muy letales. Sin
embargo, causa curiosidad que en torno a ellos casi siempre aparece un
testimonio de una persona (o varias) que se salvó de tomar ese vuelo y por ende
salvó su vida. Y en esto se podría deducir una peligrosa sensación de que el
amor de Dios por ese rescatado fue mayor que por los cientos que murieron en el
fatídico vuelo.
El apóstol San Juan cuando
definió a Dios utilizó una sola palabra: AMOR (1 Juan, 4,8). Y ese amor paradójicamente lo
expresó más nuestro amado Jesús en los que uno podría presumir eran los menos dignos
de recibirlo. Yéndome muchos siglos atrás, el amor que sentía Dios por Abel no
era superior al que sentía por Caín, la diferencia estaba en la pureza de las
obras de Abel por encima de las de Caín, lo cual generaba mayor agrado al
Señor.
Y es que así nos lo dice Jesús en
el Capítulo 3 de San Juan: “porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su
único hijo para la salvación de todos”; es decir, al referirse a todos no se
excluye a nadie. Entonces ¿por qué en accidentes, en la enfermedad, en la
aflicción, pareciera que Dios favorece a unos por encima de otros? La
respuesta a esto solo la tiene nuestro amado Señor, trino y santo. Pecaría yo
enormemente al pretender responder por él. Pero si quisiera plasmar, si me lo
permiten, mi percepción en torno a estos hechos. La muerte es el fin común para
todos. Hasta la resurrección de Lázaro culminó luego con su muerte definitiva.
Salvarnos de un accidente o superar una enfermedad grave no nos alejará de ese
destino, solo lo postergará. No es esa salvación la que Jesús nos ofreció. Más
bien, quienes con un accidente o enfermedad les llega la muerte pueden resultar
más afortunados que los que aún quedan atrapados en este pasar temporal de
vida, porque estos, de llevar fe en sus corazones y clamar a la misericordia de
Dios, gozarían de ver el rostro de Dios y de las delicias de la eternidad del
cielo. La salvación compartida por todos es que ya la muerte no tiene la última
palabra, como nos lo recordó recientemente el papa Francisco. Jesús venció a la
muerte para siempre y esa victoria la compartiremos todos los que nos
acerquemos a su fe y su verdad.
Dios no deja de amar a nadie, por
más malo que se sea el amor de Dios no se marchita, no se corrompe, no se
condiciona. Así nos lo dice la canción: “El amor del Señor es maravilloso…grande
es el amor de Dios”. El Señor puede mostrar su poder para salvarte porque aún
no sea tu tiempo, porque aún te necesita a ti y a mí aquí en la tierra. La
muerte por accidente no es un desprecio de Dios ante los fallecidos, puede ser
una invitación a su eternidad. Aceptar esto nos permitiría comprender aquellas
palabras de Santa Teresa de Jesús cuando exclamaba: ¡tan alta vida espero, que
muero porque no muero!
Pero ¡cuidado!, no es la muerte
la que debemos anhelar, apresurar y buscar, es la vida en Cristo, porque una
muerte sin Cristo es un morir definitivo en el sufrimiento que nunca termina.
No es la muerte la que nos regala la gracia de la salvación, fue la muerte la
consecuencia del pecado, pero a esa muerte Jesús venció y triunfó sobre ella.
Así que si sobreviviste a un accidente donde otros no lo hicieron, cabe la
pregunta, ¿Señor, qué me faltó para viajar con mis hermanos a la eternidad? Y aprovechar
cada instante de vida, cada inhalación y exhalación, para estar preparados para
ese viaje definitivo donde quizás a otros les toque quedarse y a ti y a mí por
fin partir. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.
Lic Luis Tarrazzi
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