Una de las afirmaciones de Jesús que
quizás estaría en el Top 10 de las que escandalizó en su tiempo con nosotros,
rodeado de sus discípulos, fue esta: “Es más fácil que un camello pase por el
ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios” (Mateo 19,24).
Y aunque muchos populistas la han tomado como bandera en la lucha de clases muy
pocos se preguntan por qué los apóstoles al oír esto se dijeron asombrados: “¿Quién,
pues, podrá salvarse?” (Mateo 19, 25). ¿No resulta extraño que los apóstoles
cuestionen la salvación tan ampliamente cuando la población judía estaba
marcadamente oprimida y era notoriamente pobre en bienes materiales?
Sometiendo mis opiniones siempre
al santo y preciso juicio de la Iglesia Católica, me atrevo a afirmar lo
siguiente. Los apóstoles, por la inspiración del mismo Dios que caminaba junto
a ellos, comprendieron esta comparación en un sentido dividido entre lo
material y lo espiritual; y por ende el título de mi artículo afirma que para “el gran viaje” hay que desempacar, no
empacar.
Ciertamente uno de los problemas
más agudos de nuestros tiempos es el excesivo apego a los bienes materiales.
Vivimos para tener, vivimos para aparentar y esta acumulación de cosas, que
puede rayar en enfermedad, nos invita a rechazar, hasta con rabia y temor, a la
única que nos permitirá ver el rostro de Dios en un viaje sin retorno: LA
MUERTE.
La maleta de un pobre (en bienes
materiales) y la de un rico no dista mucho en contenido, más sí en cantidades.
Obviamente el rico tendrá más cantidad de cosas, más placeres humanos, más
oportunidades de alimentación, salud, hospedaje, etc, pero tanto el rico como
el pobre construyen apegos muy profundos a este mundo, apegos que pueden estar
contenidos de amor a personas, al dinero, a un vicio, al sexo, a la tecnología
y muchos más.
Mientras más nos acomodamos al
mundo y centramos nuestros anhelos a alcanzar cosas para vivir en el mundo
ciertamente, e inversamente proporcional, nuestro deseo de las cosas de Dios,
de la eternidad que aún no conocemos, nuestro anhelo de cielo o temor de
infierno se reduce al mínimo. Como muchos dicen: “yo en la muerte prefiero no
pensar, cuando llegue llegará”.
Y no, el cristiano no solo debe
pensar en la muerte sino que debemos estar preparados para ella cada día. Cuando
se crece en santidad en nuestro corazón aparece un sano deseo de estar con
Dios, un ardor por partir, un alegre anhelo de morir. Pero esto no se debe
confundir con el deseo depresivo de un suicida o la eutanasia, porque el santo
se humilla ante su creador y espera a que este le invite, le llame. El santo se
va desprendiendo de muchos apegos, de muchos bienes y solo se queda con el
mandamiento de Jesús: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12, 28-34).
Ese bien, espiritual, creo es lo único que debe ir en ese maleta, un bien que
si citáramos a san Agustín se concentraría en una sola palabra: “Amor” (“ama y
haz lo que quieras”).
¿Cómo está tu maleta?, te
adelanto que la mía está cargadísima al momento que escribo estas líneas.
Quizás es tiempo de que tú y yo empecemos a desempacar, con calma pero de forma
continua, para evitar ser un alma en pena con tristeza de partir y llegar a ser
un alma alegre con el ardiente deseo de abrazar y amar por toda la eternidad a
aquel que nos amó y nos amará por siempre. Dios los bendiga, nos vemos en la
oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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