¿Quién nunca ha escuchado la
frase: “Dios nunca abandona”?, frase que no pocas veces se usa como motivador
ante adversidades y problemas. No obstante, de las siete palabras que pronunció
nuestro amado Jesús, una de ellas reza así: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?” (Mateo 27, 46), frase que a su vez está tomada del salmo
22(21), por lo cual Jesús no estaba elevando una queja a Dios, Jesús estaba
orando.
Pero particularmente pienso que
la sensación del abandono de Dios es real, viva, aunque no sea cierta. Dios
abandona al que no se abandona a él. A Dios lo podemos ver y sentir como un
Padre consentidor que siempre nos tratará como “la niña de sus ojos” (salmo
17(16),
8) y por
ende rayaría en una suerte de padre consentidor. Esta percepción hace que Dios
siempre se ajuste y responda a nuestros deseos y caprichos, pero cuando esto
no ocurre (como es lógico que suceda), sentimos que Dios nos ha abandonado.
El pueblo escogido de Israel
tiene incontables súplicas y oraciones en torno a esta realidad. Ellos sentían
que siendo el pueblo de Dios serían inmunes al mal y a sus enemigos y que
cuando estos triunfaban sobre ellos era por castigo de Dios ante sus pecados.
Esa percepción de Dios, esa herencia, ha calado hondo en el sentir cristiano
aún cuando Jesús nos enseñó, con su propia vida y dolor, que Dios no responde ni
obra en el hombre así.
Dios jamás abandona, solo respeta
a quien no decide abandonarse a su amor. Por eso, con la única excepción de la
“noche oscura” reservada para los que están avanzados en santidad como
requisito previo a la vida mística, cualquier sensación de abandono de Dios es
en realidad un reflejo de nuestra percepción de Dios, lo que realmente hemos
aprendido y alimentado en torno a él.
Pero entonces, ¿por qué Jesús
pronunció estas palabras a su Padre en la cruz? La sensación de abandono que
experimentó Jesús en la cruz comenzó a sentirla, agudamente, en el huerto de
Getsemaní y es una prueba de cómo se inicia un camino de auto abandono. Jesús
ahí, en su angustia hace una petición a su Padre que rezaba así: “Padre, si
quieres, aparta de mí esta copa, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”
(Lucas 22,42). Esa última entrega, la de poner la voluntad del Padre por encima
de la suya fue lo que le llevó, más adelante, a vivir el culmen de su noche
oscura, donde se percibe el abandono de Dios por la soledad de las
circunstancias. Jesús no tuvo un vacío de fe, porque un vacío lo hubiese hecho
pecar. Lo que Jesús experimentó fue el dolor de la soledad. Dice la escritura
que al momento de su aprensión “todos le abandonaron” (Marcos 14, 50). Ahí
entra la complicidad de esta percepción del abandono de Dios. Cuando dejamos
solos al necesitado, al que sufre, este experimenta el abandono de Dios, porque
Dios ama a través de quienes le aman. ¿No fue este el segundo mandamiento más
importante que pronunció la boca de nuestro salvador?, sí Jesús dijo: “Ama al
prójimo como a ti mismo” (Mateo 22,39).
El amor a Dios es abandono
radical, no parcial. Porque en la parcialidad quedan vestigios de nosotros
mismos y mientras tengamos vestigios de nosotros nuestro corazón estará
dividido o marcadamente parcializado a nuestros intereses y deseos. Y ese
corazón puesto en “nuestras películas” (parafraseando a Fray Nelson Medina),
que nos hacen creernos merecedores de cosas, choca frecuentemente con los
designios de aquel que nos conoce porque nos creó. Así que quien de verdad se abandona a Dios, este nunca le abandonará aún en la peor de las adversidades. Dios los bendiga, nos vemos
en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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