domingo, 14 de junio de 2015

¿DE VERDAD DIOS NUNCA ABANDONA?





¿Quién nunca ha escuchado la frase: “Dios nunca abandona”?, frase que no pocas veces se usa como motivador ante adversidades y problemas. No obstante, de las siete palabras que pronunció nuestro amado Jesús, una de ellas reza así: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27, 46), frase que a su vez está tomada del salmo 22(21), por lo cual Jesús no estaba elevando una queja a Dios, Jesús estaba orando.

Pero particularmente pienso que la sensación del abandono de Dios es real, viva, aunque no sea cierta. Dios abandona al que no se abandona a él. A Dios lo podemos ver y sentir como un Padre consentidor que siempre nos tratará como “la niña de sus ojos” (salmo 17(16), 8) y por ende rayaría en una suerte de padre consentidor. Esta percepción hace que Dios siempre se ajuste y responda a nuestros deseos y caprichos, pero cuando esto no ocurre (como es lógico que suceda), sentimos que Dios nos ha abandonado.

El pueblo escogido de Israel tiene incontables súplicas y oraciones en torno a esta realidad. Ellos sentían que siendo el pueblo de Dios serían inmunes al mal y a sus enemigos y que cuando estos triunfaban sobre ellos era por castigo de Dios ante sus pecados. Esa percepción de Dios, esa herencia, ha calado hondo en el sentir cristiano aún cuando Jesús nos enseñó, con su propia vida y dolor, que Dios no responde ni obra en el hombre así.

Dios jamás abandona, solo respeta a quien no decide abandonarse a su amor. Por eso, con la única excepción de la “noche oscura” reservada para los que están avanzados en santidad como requisito previo a la vida mística, cualquier sensación de abandono de Dios es en realidad un reflejo de nuestra percepción de Dios, lo que realmente hemos aprendido y alimentado en torno a él.


Pero entonces, ¿por qué Jesús pronunció estas palabras a su Padre en la cruz? La sensación de abandono que experimentó Jesús en la cruz comenzó a sentirla, agudamente, en el huerto de Getsemaní y es una prueba de cómo se inicia un camino de auto abandono. Jesús ahí, en su angustia hace una petición a su Padre que rezaba así: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22,42). Esa última entrega, la de poner la voluntad del Padre por encima de la suya fue lo que le llevó, más adelante, a vivir el culmen de su noche oscura, donde se percibe el abandono de Dios por la soledad de las circunstancias. Jesús no tuvo un vacío de fe, porque un vacío lo hubiese hecho pecar. Lo que Jesús experimentó fue el dolor de la soledad. Dice la escritura que al momento de su aprensión “todos le abandonaron” (Marcos 14, 50). Ahí entra la complicidad de esta percepción del abandono de Dios. Cuando dejamos solos al necesitado, al que sufre, este experimenta el abandono de Dios, porque Dios ama a través de quienes le aman. ¿No fue este el segundo mandamiento más importante que pronunció la boca de nuestro salvador?, sí Jesús dijo: “Ama al prójimo como a ti mismo” (Mateo 22,39).

El amor a Dios es abandono radical, no parcial. Porque en la parcialidad quedan vestigios de nosotros mismos y mientras tengamos vestigios de nosotros nuestro corazón estará dividido o marcadamente parcializado a nuestros intereses y deseos. Y ese corazón puesto en “nuestras películas” (parafraseando a Fray Nelson Medina), que nos hacen creernos merecedores de cosas, choca frecuentemente con los designios de aquel que nos conoce porque nos creó. Así que quien de verdad se abandona a Dios, este nunca le abandonará aún en la peor de las adversidades. Dios los bendiga, nos vemos en la oración.

Lic. Luis Tarrazzi




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