Para hablar de este tema parto de una premisa que pienso es fundamental: <tras un
divorcio siempre hay heridas emocionales, hay un fracaso y sobre todo la
ruptura de una promesa que, teniendo las causas que tengan, se asumió ante Dios
sería para toda la vida>.
El sacerdote en la celebración de
este sacramento pregunta a cada
contrayente si están ahí por libre decisión. Luego pronuncia estas palabras: “lo
que Dios ha unido no lo separe el hombre” y todo esto es acompañado por
aplausos y gritos de alegría que exclaman a una voz: ¡qué vivan los novios”!
¿Por qué hago mención de todo
esto?, porque no es la Iglesia la culpable de que el matrimonio fracase o se
termine, ya que en ella las reglas del juego siempre están claras y abiertas al
público. En este contrato no hay letras pequeñas, no se imponen parejas (como
en otros credos), sino que la conciencia de los novios conoce lo que va detrás de asumir esta vocación de vida llamada
matrimonio, o por lo menos
eso se espera.
No por ello la Iglesia es ajena a
la realidad creciente de que muchos matrimonios en todo el mundo están
fracasando o, del otro lado del río, muchos ya no quieren ni siquiera casarse y
optan por una vida de concubinato llegando a lo sumo a la unión civil. Esta crisis ha hecho que algunos
laicos y consagrados, en un ejercicio de querer mantener a la Iglesia en la
aceptación de los colectivos, hayan optado o están aspirando que las normas
entorno al matrimonio, y en especial a la condición que acompaña a los
divorciados vueltos a casar, cambie y se les permita, entre otras cosas
comulgar. Por cierto llama la atención como muchos claman el derecho a comulgar
y poquísimos el derecho a confesarse.
Cambiar esta norma implica borrar
del canon, del catecismo y del evangelio (por citar tres fuentes) los
argumentos que sustentan este mandato. El canon establece que:
«No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los
que están en entredicho después de la imposición o de la declaración de la
pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (Canon
9,15)
Por su parte el catecismo señala:
“El Señor Jesús insiste en la intención original del Creador que quería
un matrimonio indisoluble, y deroga la tolerancia que se había introducido en
la ley antigua”. (Catecismo 2382)
Y finalmente la fuente de las fuentes,
el evangelio, nos dice de boca de Jesús:
“Todo el que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete
adulterio; y el que se casa con la que está divorciada del marido, comete
adulterio” (Lucas 16,18)
Partiendo de esta importante
aclaratoria para entender la base de esta doctrina expongo ahora las que he numerado como cinco actitudes que pienso deben
acompañar a los que viven esta condición:
Primera actitud: La Iglesia es tu amiga
Todos los ataques que leo en
torno a la doctrina de los divorciados son dirigidos a la Iglesia. Se piensa
que la Iglesia es la culpable de que muchas personas “buenas” que tienen el “derecho”
a rehacer sus vidas tras un fracaso matrimonial se alejen de la fe por la
dolorosa prohibición de alejarlos de la comunión. Creer esto es una actitud dañina
que además encapsula la condición que dificulta superar la condición o
corregirla, siendo que la Iglesia ofrece las vías para lograrlo. Por ejemplo: ¿Sabías
que tu primer matrimonio puede ser declarado nulo por la Iglesia ante un tribunal
eclesiástico? La Iglesia no divorcia
y jamás lo hará, pero sí puede estudiar, mediante un minucioso y largo
análisis, las causas que llevaron a esos esposos a casarse sacramentalmente y
si dentro de esas causas se encuentra evidencia de vicio, inmadurez o coacción,
entre otros elementos, tu matrimonio primario ya no existiría, de origen, y
quedarías nuevamente habilitado para contraer matrimonio sacramental.
Segunda actitud: La rebeldía es mala consejera
Hay personas que dicen: “Yo sí
comulgo porque Dios me ama y a mí nadie me va a prohibir comulgar”. Es verdad
que Dios nos ama y nada puede hacer que
ese amor sea mayor o menor. Pero el amor no es sinónimo de abusos o
consentimiento de males, porque Dios corrige a los que ama (Hebreos 12,6). Dios
nos habla principalmente a través de la
Iglesia y jamás nos dará un mensaje en privado que afecte lo que ha dejado público y que
depositó en el arca de la verdad, que es la Iglesia. Acá debemos reconocer
con humildad que somos pecadores, no solo por esta condición en particular,
sino por los múltiples pecados de cometemos de pensamiento, palabra, obra y omisión (Yo confieso…). Así evitemos caer en una fe basada en nuestras
propias creencias, viciadas por las experiencias de mundo y por una falsa
condolencia o empatía con el que sufre, porque primero que nuestro sufrimiento
estuvo el de Cristo que se hizo hombre para que escucháramos su voz, porque “todo el que es de la verdad escucha su voz”.
(Juan 18,37).
Tercera actitud: El pecado tiene que doler
Es peligroso acostumbrarnos a
vivir con un pecado donde inclusive nos podamos llegar sentir cómodos con él.
Al igual que el que practica la
idolatría, la mentira, la infidelidad, el asesinato, la envidia, en los
divorciados vueltos a casar debe haber una exclamación diaria a Dios que les
ayude a regularizar su condición irregular. El reconocimiento de la culpa, que
hizo grande por ejemplo a David y que expresa el Salmo 51(50), da ejemplo de
ello:
“Ten piedad de mí, oh Dios, conforme a tu misericordia; Conforme a la
multitud de tus piedades borra mis rebeliones. Lávame más y más de mi maldad, Y
límpiame de mi pecado. Porque yo reconozco mis rebeliones, Y mi pecado está
siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, Y he hecho lo malo
delante de tus ojos”
{Ó las lágrimas “amargas” que
expulsó Pedro de sus ojos cuando tuvo conciencia
del pecado tan cruel de negar a
Jesús tres veces.
Cuarta actitud: evitar los reforzadores negativos
Rodearse de personas que apoyan a
los que viven en esta condición, que comparten la misma situación y que por
ende les llevan a concluir que “no hay nada malo en vivir así” es un pecado de
pereza espiritual y de soberbia intelectual. Porque la santidad, a la que
debemos aspirar todos, es un tema de perfección que se construye sobre la base
de sacrificios, de conversión y de coherencia. La sangre de los mártires aportó
y aporta el sacrificio que ha sostenido estas verdades por siglos. Por otra
parte no hay conversión sin ruptura y esa ruptura parte del hecho de dejar de
vivir para el mundo o para nuestras complacencias viviendo para Cristo y su
reino y, finalmente, la coherencia, que le ha permitido a la Iglesia sostenerse
en el tiempo basado en una verdad que no cambia y que es eterna.
Quinta actitud: El deseo de superar el pecado
Si comprendemos que la condición
irregular es un pecado que nos aleja de la gracia, no del amor de Dios, y
deseamos amar a Jesús con “todo el corazón, con toda el alma y con toda
nuestras fuerzas” (Deuteronomio 6,5) debemos partir del hecho de que somos
nosotros los que debemos empezar a caminar de regreso a la casa de Dios, no
pedirle a Dios que se venga a nuestra condición. Ese razonamiento lo vivió en
carne propia el hijo pródigo (Lucas 15, 11-32) que debió caminar de regreso a
la casa de su Padre, pasar penurias, perderlo todo y al final se consigo a un
hombre mayor que le recibe con los brazos abiertos y le abraza, como desea
abrazarte Dios a ti y a mí, por toda la eternidad.
Solo concluiría diciéndote: “Haz la prueba y verás que bueno es el Señor”
(Salmo 33), porque la peor diligencia en torno a la gracia es la que no se
hace. La Iglesia no cambiará por ti o por mí para adaptarse a nuestras culpas y pecados, porque ya hubo uno que sacrificó
todo por ella y que “nos amó hasta el extremo”. Dios los
bendiga, nos vemos en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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