Estimados hermanos, ustedes son
un caso bien pintoresco de la vida, porque la palabra clave, ausente en sus
vidas, pareciera la palabra fe.
Hay dos tipos de ateos. Los ateos
que no creen por no poder percibir con sus sentidos lo que se les predica como
verdad absoluta, es decir, no ven, oyen ni pueden tocar a ese ser supremo y
superior que los creyentes llamamos Dios. Si estás en este grupo de los ateos
por falta de percepción tu proceso de conversión puede ser tan rápido como el
tiempo entre tocar el interruptor y encenderse la bombilla. Esto podrá ocurrir
si en ti no hay soberbia y eres humilde. No obstante hay un gran detalle.
Jesús, nuestro Dios, habló sobre este tipo de ateísmo basado en la falta de
experiencia porque entre los suyos, entre sus seguidores cercanos, tuvo un caso
así. Su nombre era Tomás. Tomás compartía con Jesús, en vida, todas sus
enseñanzas, pero luego de la muerte del maestro, le costó muchísimo digerir el
tema de la resurrección. Y sus palabras, como seguramente son las tuyas,
fueron: “Si no meto mis manos en sus heridas y costado no creeré”. Cuando Jesús
se aparece estando él presente el discurso cambió. Tomás, el único ateo con
licencia por servir su ejemplo como evangelio para futuras generaciones,
recibió estas palabras de un Jesús resucitado EN CUERPO: “Tomás, tú has creído
porque me has visto, dichosos los que crean si haberme visto”. Estas últimas
palabras fundaron en la vida del creyente el importante elemento de la fe.
Ustedes también forman parte de la herencia eterna de Dios, si la aceptan. Pero
¡ojo!; ustedes corren un absurdo riesgo y es que evolucionen al segundo grupo
de ateos que explicaré a continuación.
El segundo grupo de ateos son los
no creyentes por SOBERBIA. El caso de este grupo son los que se niegan a creer,
aún si vieran. Necesitan que Dios no exista porque su existencia hiere su ego.
Necesitan un mundo sin Dios porque así sus vidas carentes de trascendencia se
limitan a lo más limitado que un ser humano puede aspirar, solo aceptar lo que
conoce. Para este grupo de ateos solo me viene a la mente la parábola de Lázaro
y Epulón. Un hombre (Epulón) extraordinariamente rico, que vivía sin
privaciones y otro hombre (Lázaro) que vivía a las puertas del hogar del rico
comiendo de las migajas que quedaban en la basura, conviviendo con perros y en
la inmundicia. Ambos hombres, como pasará contigo y conmigo algún día,
murieron. El rico fue al infierno y el indigente al cielo. Tras los suplicios
que pasaba el rico este suplicó a Abraham, interlocutor en la parábola, que
permitiera a Lázaro mojar la punta de su lengua para que refrescara la suya. Y
Abraham dijo que no porque entre el cielo y el infierno había un abismo
intransitable. Luego, y es la parte que quiero por favor más atención presten,
Epulón razona lo siguiente y lo expresa así: “Permite entonces que mis hermanos
sean advertidos de este terrible destino para que ellos no se condenen como yo”
y Abraham sabiamente le dice: “Ellos tienen las enseñanzas de los profetas PARA
CREER. Si no lo creen a ellos NI QUE RESUCITE UN MUERTO FRENTE A ELLOS CREERAN”.
Este relato, para mí, explica el terrible destino de los ateos por soberbia,
los que sencillamente no quieren creer.
Pero toda la vida es un acto de
fe. La realidad que vivimos, la familia que tenemos, los valores aprendidos,
los estudios científicos siempre cambiantes, el universo, el mar, la vida, la
muerte, todas esas cosas existen, pero sus contenidos son actos de fe. Es fácil
creer que con la muerte todo acaba, no hay nada más allá. Pero al morir, si esa
fuese la verdad, la existencia humana sería miserable, inútil, sin sentido. Mas
sin embargo, y como afirmamos ocurre porque Jesús así lo demostró, con la
muerte hay un despertar a la única vida definitiva y eterna. Una eternidad con
Dios o sin él, pero eternidad al fin.
Por eso, aún en el silencio de
sus mentes, en el relleno de su ateísmo, bríndense la oportunidad de pedirle a
Dios que les dé el don de la fe, solo dénsela y sean abiertos y humildes de
aceptar lo que recibirán. Si no reciben nada yo me habré equivocado, pero
cuando reciban ese don guárdenlo como el tesoro más valioso de su existencia porque
ese tesoro les abrirá las puertas de la santa eternidad. Dios les bendiga, nos
vemos en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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