Una afirmación exagerada pero, si
me permiten desarrollarla, no poco cierta.
En uno de los pasajes históricos
del evangelio Jesús llega a la casa de Marta y María (Lucas 10). En él notamos
dos patrones de conductas: la que hace y la que escucha. El patrón de Marta, la
que hace, enmarca atención, servicio. El patrón de María enmarca contemplación
y escucha. El tiempo de Semana Santa necesita de ambos patrones, porque
tradicionalmente es un tiempo de mucha labor pastoral en las Iglesias y a su
vez es un tiempo que invita a la
oración y la contemplación meditada de la pasión,
muerte y resurrección de Jesús.
Sin embargo, en mi opinión personal,
el hacer tiene menos frutos de conversión y comprensión del regalo salvífico de
Cristo que el contemplar. Por un asunto complicado de detallar acá, la semana
santa tiene hoy mucho de actores,
cantores, decoradores, es decir, tienen mucho del hacer, pero inclusive
dentro de las jornadas de oración y contemplación también hay esta suerte de protagonismo, de elaboración de reflexiones
forzadas y de una peligrosa ausencia del silencio.
Hay dos caminos para la
conversión: uno exógeno y otro endógeno. El primero, el exógeno, se alimenta de
la predicación, de la escucha de la palabra. El endógeno tiene solo dos
protagonistas: la conciencia y el Espíritu Santo. Estas dos fuentes de
conversión derivan en la gracia y esa debe ser la principal misión de la que nosotros
los católicos llamamos: la semana mayor.
Muchas procesiones, muchas velas,
muchas palmas, muchas sobadas a imágenes, mucha agua bendita, mucho sol y
cansancio, muchas escenificaciones, muchos cantos y toques de guitarras, todo
eso está bien, es necesario y hermoso desgastarse así por recordar a Jesús.
Pero es que tanto adorno y maquillaje puede ser una suerte de caricaturización
de una pasión y muerte que debería hacernos llorar de solo recordarla. Un
sacrificio inmerecido, voluntario y cargado solo de amor, eso requiere una
mayor comprensión centrada en la verdadera razón de aquello que Jesús hizo por
nosotros. ¿Entendemos qué fue lo que Jesús hizo por nosotros?
San Pablo entendió que solo la ley no convierte a las personas.
Andar machacándole a las personas lo pecadoras que son no genera conversión. Al
final San Pablo concluye, duramente, que no hay nada en nosotros los seres humanos, por nuestras propias
fuerzas y méritos, que nos pudiera salvar. El pecado, introducido en nuestra
historia, nos crea una suerte de pre-condenación a todos los que vivimos. En
palabras más sencillas, antes de Jesús, nadie iba al cielo y nadie podía ver el
rostro de Dios. Jesús, por un gesto libre y de amor del Padre, se hace parte de
esa historia pecadora, sin pecar, asume nuestra manchada y corrupta condición
humana para salvarnos. Jesús es una segunda creación para la humanidad, un
antes y un después, es el nuevo Adán.
Así, los méritos de la salvación, la gracia de la conversión, se logran solo por medio de él. Esa fe en él no
la da cantar en la misa, no la da escenificar a Jesús o alguno de sus
apóstoles, no la da vestir a la dolorosa o arreglar las flores, no la da cargar
las imágenes pesadas en procesiones, solo la da la conciencia de reconocernos pecadores y el reconocer a Jesús como una
fuente de salvación. ¿Quiero decir con esto que critico las labores
Martianas en las Iglesias?, creo que aclaré que no. Pero sí debemos reconocer
que mientras las horas santas tengan cronómetros, mientras se premie el hacer
por encima del escuchar e interiorizar, en realidad estamos haciendo de la fe
una suerte de teatro animado de la historia cristiana. ¡Cuidado con esto!, la
fe popular puede que tenga su bella riqueza cultural como camino a la verdad,
pero la fe popular no debe jamás sustituir la verdadera fe, esa que hace a
Cristo cercano y permite la vivencia de la misericordia del Padre. Esa que deja
entrar al Espíritu Santo a las conciencias interpelándonos para que barra lo
malo y nos mantenga de rodillas dando
gracias, clamando: “Bendito el que viene en el Nombre del Señor”. Dios los
bendiga, nos vemos en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi