Comenzaré esta reflexión diciendo
lo siguiente: “no presumas lo que no
tienes y si lo tienes tampoco lo presumas porque no es tuyo”.
Un don, como su palabra lo
sugiere, es algo dado por Dios que contiene su confianza para que sea usado en
torno a la salvación de las almas. Cualquier otro atributo o intento por
ajustarlo a fines materiales y lucrativos es pervertirlo y subvalorarlo.
Con los dones pasa algo muy común
que he notado con la humildad. Quienes suelen decir: “yo soy humilde” se alejan de la humildad.
Porque tanto la humildad, como el don, lo perciben los demás y pocas veces quien
lo tiene, no por un tema de incapacidad cognitiva, sino porque no le interesa
al portador del don se le reconozca en virtud sino que se alabe a Dios, al que todo lo
puede, todo lo sabe.
Todos los dones son importantes,
útiles y poderosos. Cuando se reciben de Dios y se usan para dar gloria a Dios,
pueden ser asombrosos, poderosos e inspiradores de conversiones. Pero de todos los dones el don de consejo es un don que
requiere mucho apego a la doctrina católica, mucha oración y mucho
desprendimiento del yo. No es lo mismo aconsejar lo correcto (que viene de Dios)
a aconsejar lo que yo creo es correcto. El consejo no busca acomodar al
aconsejado al pecado, al mundo o al concepto de felicidad de esta vida finita y
temporal. El consejo busca, por lo general, trazar nuevos caminos, convertir
pensamientos <en torno al mensaje salvífico de Jesús depositado en la
Iglesia> y sobre todo impulsar un desapego gradual y sistemático a los
placeres del mundo para que nuestra existencia gire en torno a cuidar la
salvación y anhelar estar eternamente ante la presencia de Dios.
Quienes me han dicho por lo
general “yo tengo <este> don” puede que
lo tengan pero no siempre lo emplean para la total evangelización que reduce <el
ser> a lo mínimo y eleva <al que es> a lo máximo.
No son los consejos de
familiares, amigos o cercanos los que siempre nos ayudan, sobre todo cuando
estos buscan consolar y evitar el dolor.
El consejo de Dios duele, tumba, nos crucifica pero nos hace resucitar, donde el pecado ya no nos atrae y donde cada gesto de
egoísmo y acto de mundanidad nos es enemiga de la gracia.
Como dijo Moisés al Josué en el
libro de Números (11,29): “Ojalá todo el
pueblo del Señor fuera profeta”, es decir, para este caso: ¡Ojalá todos los
cristianos tuviésemos los dones del Señor pero para servirle con desapego y
humildad!. ¡Cuidado con lo que presumimos porque puede ser mañana nuestra mayor
vergüenza! Dios los bendiga, nos vemos en la oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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