No obstante es curioso que dos
terceras partes (2/3) del cuerpo de aquella que nos ilumina y enseña las
verdades salvíficas sean imperfectos. Un cuerpo llamado: Iglesia Católica.
Si tuviera que graficar esta idea
imaginemos una cabeza que esté desprendida levemente del resto del
cuerpo y que por ende, en un gran ejercicio imaginario, aún desde esa distancia
es capaz de dirigir e ilustrar todos los movimientos de ese cuerpo imperfecto.
Algo así como lo que nos regala el Sol aún en su distancia a los habitantes de
la tierra: luz y calor.
Esta cabeza, inmaculada, perfecta,
que guía, es Cristo Jesús. Cabeza que manda sobre un cuerpo imperfecto pero destinado a la
perfección. La parte más inferior y alejada de la cabeza es la llamada Iglesia
Militante, de la que por estar vivos formamos parte usted, amigo(a) lector(a) y
yo. Es, por su ubicación la más distante y por su condición la más imperfecta, expuesta a la suciedad
del mundo, que requiere tener una mirada ascendente pero que no siempre triunfa
en sus propósitos. Como las piernas de un cuerpo, tropieza, a veces cae, pero
su condición de cuerpo de Cristo la hace estar destinada a triunfar en la
santidad, formar parte de esa alegría eterna.
Más hacia arriba, más cerca de la
cabeza, está la Iglesia Purgante. Sus miembros salvados por la fe pero por no
ser aún perfectos en la gracia, purifican las consecuencias de sus decisiones
contrarias a la verdad. Estos, ahí, saben que en algún momento se unirán a
plenitud con los que formarían parte de esa cabeza perfecta, el cuello por así
decirlo, que es la Iglesia triunfante, la Iglesia de los perfectos en Jesús,
con sus ángeles y sus santos.
Por eso resulta absurdo tomar
como excusa la imperfección de la Iglesia y sus miembros para no seguir fieles
a la doctrina cristiana católica. Absurdo porque en esta vida, en esta
realidad, en esta inferior pero necesaria Iglesia Militante, jamás hallaremos
la perfección plena hasta la parusía de nuestro salvador, su segunda y
definitiva venida.
No es por perfecta que la Iglesia
ha perseverado por más de dos mil años, es porque la voluntad de Dios en su
hijo Jesucristo así lo ha querido cuando nos prometió que ni las fuerzas del infierno triunfarían ni triunfarán sobre
ella. Es nuestra fidelidad a ciegas, nuestra fe a ciegas, nuestra esperanza en
la verdad y en lo revelado en la palabra, la tradición y lo que el Espíritu
Santo a bien nos siga inspirando, en torno a lo ya consumado en Cristo, lo que
nos debe sostener hasta la eternidad, el fin último de nuestra existencia. Y eso incluye, sin ambigüedades, seguir fieles a la Iglesia, amándola y defendiéndola, sobre todo desde la oración, de las asechanzas del "león rugiente buscando a quien devorar" (1 Pedro 5,8)
El por qué existimos sí tiene una
respuesta. La respuesta la dio San Agustín cuando dijo: “Señor nos hiciste para
ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en ti”. Y como ensañaba
la doctora Santa Catalina de Siena, el pasar por Cristo implica,
necesariamente, pasar por la Iglesia, ya que como debemos comprender un ser
solo puede tener un cuerpo, no dos, ni tres, ni cientos, ni miles.
Muchos se preguntarán: ¿cómo
puede nuestro Dios hacerse parte de un cuerpo tan imperfecto siendo él la
perfección pura, el amor puro, la verdad pura?, pues por la misma absurda
razón, aún más irracional pero real, de que ese Dios haya decidido anonadarse a
ser uno como nosotros, un hombre de carne y hueso. Nuestra tarea no es
comprender las decisiones de Dios, sino aceptarlas y confiar siempre serán para
el bien de lo que él decidió crear y amar. Dios los bendiga, nos vemos en la
oración.
Lic. Luis Tarrazzi
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